domingo, 1 de octubre de 2006

El viento que agita la cebada. Bloody Sunday.

Los que me conocéis sabéis bien que en cine soy hipersensible al maniqueísmo. A veces, como sucede en la primera trilogía de La Guerra de las Galaxias (1977-1983) o en El Señor de los Anillos (2001-2003), me encanta que los malos sean seres terribles y oscuros. Pero cuando se trata de historias reales me ocurre todo lo contrario: necesito que los personajes sean verosímiles y no caigan en el estereotipo.

Este año Ken Loach ganó Cannes con El viento que agita la cebada (2006), su particular versión del conflicto irlandés. Hace ya mucho tiempo que Loach dejó de interesarme, pero esta vez me llamó la atención su proyecto. ¿Cómo habría retratado él, tan proclive a pintar sólo pequeños problemas de la gente corriente, un conflicto de tanta envergadura? Aquí ya no se trata de seguir la rutina de dos albañiles o de algún adolescente: aquí hay dos bandos y debe de ser difícil no plantear el asunto en términos de buenos y malos. Por eso quería ver El viento que agita la cebada. ¿Cómo se habría enfrentado Ken Loach a la dulce tentación del maniqueísmo?

Para completar el experimento, Alis y yo decidimos alquilar otro clásico reciente sobre el tema: Bloody Sunday (2002), de Paul Greengrass, ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín de aquel año. La elegimos porque Greengrass también acaba de recrear el 11-S y las críticas no han sido demasiado malas. Si United 93, que cuenta la historia de la única tripulación supuestamente rebelada aquel día, no ha caído en la insoportable simplificación de las cosas que suelen hacer los gringos, quizás Bloody Sunday tampoco lo hiciera.

La historia.

Así las cosas, en un solo día nos pimplamos casi un siglo de historia de Irlanda. En El viento que agita la cebada, Ken Loach ha recreado los años en que nació el IRA. He estado investigando por ahí, y creo que antes de nada sería bueno hacer un breve resumen. Espero que no os aburra.

En 1916, mientras Gran Bretaña lucha en la Primera Guerra Mundial, un grupo de nacionalistas irlandeses proclama en Dublín la independencia de Irlanda. La isla había estado ocupada por los ingleses desde el siglo XII, pero los verdaderos problemas habían surgido cuatro siglos más tarde, cuando Enrique VIII se hizo protestante y estableció así una distancia insalvable con los isleños católicos. Para cuando llega 1916, por tanto, hay ya un sentimiento inveterado de insatisfacción. La declaración independentista de aquel año fue anulada por la metrópoli, pero dio pie al nacimiento de un movimiento nacionalista y de resistencia armada. Durante cinco años se libró una guerra abierta entre los independentistas irlandeses (germen del futuro IRA) y las fuerzas británicas, compuestas por veteranos mercenarios. Tanto unos como otros destacaban por su crueldad con el de enfrente. Finalmente, en 1921 se firmó un acuerdo histórico según el cual la isla quedaba dividida en dos partes. El norte, con una notable población protestante, seguiría en la misma situación, mientras que el sur, católico, gozaría de una mayor autonomía, aunque sin salir del Reino Unido. Algunos irlandeses se dieron por satisfechos, pero hubo un sector que consideró la medida insuficiente y estalló una guerra civil que duraría sólo un año. Hasta aquí llega El viento que agita la cebada.

En 1948 el sur consigue su independencia total y se convierte en la República de Irlanda o Eire. El IRA había seguido activo desde el tratado de 1921, luchando contra ingleses o irlandeses pro-tratado, pero ahora lanza una última campaña que supone un fracaso total y le hace perder gran parte del apoyo popular. En los años 60 surge un movimiento alternativo que propone la solución de los problemas por la vía pacífica, y que reivindica los derechos civiles. A finales de esa década, en 1969, el IRA se divide entre los que siguen apoyando la violencia (los provos) y los que la rechazan. Por su parte, el gobierno central de Londres promulga una ley en 1971 que permite la entrada en prisión de sospechosos sin un juicio previo. Esta medida provoca un fuerte rechazo por parte de los activistas de derechos civiles. El 30 de enero de 1972 convocan una manifestación en Derry, una ciudad de Irlanda del Norte. Desde Londres se envían tropas de paracaidistas, un cuerpo de elite ajeno al conflicto y famoso por sus métodos expeditivos. Los soldados abren fuego sobre la multitud y matan a 13 personas, dejando a otras 14 heridas. La fecha pasará a la historia como el Domingo Sangriento y tiene unas consecuencias enormes: recrudece los ánimos y hace que miles de jóvenes se unan a la escisión del IRA que propugna la violencia. Este día, ya lo habréis supuesto, es el que reconstruye Paul Greengrass en Bloody Sunday.

Tanto en una película como en otra, los irlandeses son los buenos y los ingleses son los malos. Pero hay diferencias a la hora de plasmar esto en la pantalla, y de eso es lo que yo os voy a hablar.

Los malos.

En El viento que agita la cebada, los malos malísimos son del tipo guerrero uruk-hai. Ken Loach pinta (con trazo muy grueso) a unos ingleses terribles. Son seres despiadados que salen de entre los árboles para abusar de los pobres campesinos irlandeses. Gritan tanto que ni siquiera se les entiende, como si no estuviesen hablando una lengua conocida. A mí me recordaban a los nazis de las películas de la Segunda Guerra mundial, a los vietnamitas que torturan a Rambo o a los malos de El Equipo A. No hay un ápice de humanidad en su comportamiento; ni una pizca de remordimiento. Este retrato no anda lejos de la realidad, sin embargo. Los soldados que Inglaterra envió a Irlanda para sofocar los levantamientos debían de ser unas auténticas malas bestias. Imaginad un ejército formado por antiguos soldados de la Primera Guerra Mundial que ahora trabajan como mercenarios, tipos curtidos en la guerra, que saltan directamente de las trincheras a las verdes y bucólicas praderas irlandesas. Da miedo, ¿verdad? Si os gusta este tipo de malos, os pondréis las botas. Veréis incendios de granjas y torturas espeluznantes, y si os ponéis cerca de la pantalla a lo mejor hasta os escupen al chillar.

La película de Ken Loach tiene un segundo tipo de malo, sin embargo: los irlandeses que aceptan el tratado de 1921. Este malo es mucho más literario, shakesperiano. La principal novedad es que tiene conciencia, que es mucho decir. Gracias a ella, el irlandés traidor conoce el remordimiento y el realizador nos presenta el auténtico planteamiento de la película: ¿hasta qué punto hay que servir a una causa? ¿El fin justifica los medios? Este tipo de dilemas, como era de suponer, devora por dentro a los personajes. Casi todos son muy delgados, con mirada alucinada y flequillos sudorosos por la tormenta interna que padecen. Si os gusta la ropa dos tallas más grandes de la correspondiente y simpatizáis con los tipos que tragan saliva antes de apretar el gatillo, ésta es vuestra película.

En la cinta de Paul Greengrass a quien nos encontramos es al malo aristocrático y estirado que no se mancha las manos de sangre, ya sea por remilgo o por cobardía. Es un malo de palacio, un Pilatos sin conciencia ni dignidad bíblica. Y junto a él tenemos también al soldado descerebrado, el esbirro perfecto para que los jerifaltes hagan realidad sus delirios de guerra. En el fondo, estos soldados son una versión sofisticada, con radiocontrol y armas automáticas, de los Uruk Hai. Se alimentan de la sangre de los irlandeses y experimentan un placer casi satánico al machacarles. Si en vuestra infancia os gustaba jugar con los Madelman, estáis de enhorabuena.

Greengrass también retrata de refilón al IRA, que por aquella época todavía no gozaba de una popularidad generalizada. En Bloody Sunday los activistas violentos, los provos, aparecen como gángsters siniestros que observan a la gente desde los coches, que hablan sin mirar a los ojos. Uno se imagina que llevan los maleteros llenos de metralletas y que están a punto de sacarlas en cualquier momento.

Los buenos.

La película de Ken Loach es casi bucólica a la hora de retratar a los irlandeses, que son los buenos. Todos son chicos sanotes que saltan entre los riscos y tratan con respeto a sus mayores, muchachos que se quitan la gorra azorados cuando entran en un edificio, y que tienen la cabeza llena de sueños. No hay guerrilleros sanguinarios en busca de venganza, como ocurrió en la realidad. Los irlandeses de Ken Loach, quizás porque son católicos, ponen varias veces la otra mejilla antes de devolver el golpe. Y lo más repelente es que cuando lo devuelven, frío y calculado (que no visceral), se retuercen atormentados por lo que han hecho. Para ellos vale también –ya lo habréis supuesto- el calificativo de shakesperianos. Si os fascinan los dilemas morales que dan retortijón de conciencia, os chuparéis los dedos.

Otra singularidad de estos bondadosos habitantes del bosque es que tienen el privilegio de enamorarse. El amor y la pasión son patrimonio exclusivo de los buenos, como suele ocurrir. En teoría, esto les da una dimensión más humana, hace que su conflicto sea mucho más real: el soldado que se deja a la novia para partir hacia el frente o el guerrillero que se enamora de la activista. En la práctica, no obstante, puede resultar cursi e innecesario. Aquellos que disfrutáis con los besos de despedida y con los revolcones en el granero, tendréis que traer un pañuelo para enjugar vuestras lágrimas.

El Bloody Sunday de Paul Greengrass también participa de este recurso. Su domingo está salpicado de Romeos protestantes y Julietas católicas, o viceversa. Así queda claro que puede haber una reconciliación, que el amor supera todas las fronteras de la religión. Si os gustan los amores imposibles, entre cortinas o alambradas, se os encogerá el corazón.

La nota dominante del elemento bueno y simpático de esta película, sin embargo, es la humanidad. Los personajes suelen caer en un estado que, a mi juicio, es profundamente humano: la estupefacción. No terminan de creerse lo que están viendo, no tienen palabras, no hay nada que decir. Esos silencios torpes e incrédulos son probablemente lo mejor de la película. Sobre todo cuando quienes se callan son los ingleses buenos, que también los hay. Paul Greengrass se ha esforzado por que entre la maquinaria asesina y despiadada que machacó a los manifestantes brille también la humanidad. Algunos de los hombres que aprietan el gatillo en esta película DUDAN. Y no lo hacen con la grandilocuencia pretenciosa de Shakespeare, demasiado universal para encajar en el pequeño corazoncito de cualquier hombre normal. No. Lo hacen asustados, atisbando con miedo y con un remordimiento anterior al crimen las consecuencias de sus actos. Ante la tragedia sobran los discursos y las heroicidades, los sacrificios, los idealismos y las literaturas. Ante la tragedia lo único que cabe es, como ya decía antes, el vacío. La muerte de alguien es siempre punto y final. Si os gustan los hombres, por tanto, ésta es vuestra película.

2 comentarios:

mikto kuai dijo...

Gracias Rfa. por esta muy completa e interesante crítica de ambas películas, no he visto ninguna de las dos y por lo tanto no puedo opinar, pero en cuanto las vea volveré a tus palabras para enriquecerme nuevamente (y rebatir algo si fuera necesario :-P). Saludos cordiales.

Alis dijo...

Lo he pasado muy bien con tu crítica, querido Rfa.
Me gustaría, no obstante, añadir dos elementos de "Bloody Sunday" que a mí me gustaron especialmente:

1. Ausencia total de banda sonora, lo cual acentúa esa incredulidad silenciosa de los personajes de la que hablas en tu post, y le da un carácter de documento documental estremecedor.
2. Técnica muy fresca de secuencias muy cortas(a pesar de que a tí los fundidos a negro te produzcan sarpullidos, lo sé) e imágenes sucias y movidas, como si la cámara realmente hubiera estado presente en la "bloody" (maldita y sangrienta, estupendo juego de palabras, por cierto)manifestación.

¡Por cierto! ¿y Jack Sparrow? ¿Él es madelman, uruk-hai, héroe enamoradizo, o sólo hombre?